Esta atracción por los hombres velludos habita en mí desde los lejanos años de pubertad, entonces, aún recuerdo, empezó a llamarme mucho la atención esa distinción que diferenciaba a un hombre adulto de un niño. A través de todos estos años esa atracción sigue intacta y es tan irresistible que ningún atisbo de vello por más tenue que sea escapa a mi atención permanente. Es una apreciación personal que se ha hecho hábito, se ha perfeccionado y, como si fuera un reflejo vital, permanece latente en cada ámbito o situación en la que me mueva. Podría emparentarse con una adicción, tal vez, pero una adicción de la que no es necesario alejarse porque no tiene consecuencias peligrosas en lo más mínimo. Adentrarme en esos remolinos, bosques, en aromas y formas, en colores y texturas, es y será siempre un generador de deleite absoluto.
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